viernes, 19 de noviembre de 2010

Tocar los libros, sentir los e-books



 
 Me encanta el papel viejo… tócalo. ¿Puedes sentirlo? Se siente diferente. Huele diferente." (Robert Darnton, director de la Biblioteca de Harvard

     Se tiende a decir que el libro es analógico y el e-book digital, que el libro es físico y el e-book virtual, que el libro es un soporte rígido y el e-book flexible. A mí me gusta, por pura salud intelectual y espiritual –y animal, de ánima–, jugar y revertir de vez en cuando los términos, y es lo que me propongo en esta tarde de domingo.
   Al decir de Fernando Rodríguez de la Flor en su estupendo Biblioclasmo hay en esta era tardía de la imprenta una melancolía de la fisicidad del libro como soporte material de la lectura, por la cual el homo libri siente la ausencia del tacto y del olor específicos de la página impresa cuando se enfrenta a la lectura de la palabra electrónica en pantalla. Y es que, como recuerda el señor Piscitelli en un recientísimo artículo donde repasa a los sabios que en las últimas décadas nos han descubierto esa fisicidad, la materialidad del acto de lectura es parte de nuestra lectura. Como plantean desde la academia anglosajona, todo acto de lectura es un acto de embodiment, en el que cuerpo, mente y objeto interactúan para llevar a cabo la operación de lectura. Por ello no es cuestión baladí el cambio –que no ausencia total– ante el olor del e-book, o su tacto, o la diferente manera de pasar de página, es decir, de cambiar de pantalla. Dos hechos aparentemente inconexos del último año ponen de relieve estos aspectos. El primero es un libro reciente de Jesús Marchamalo, que ha vuelto a levantar esta nostalgia en el panorama bloguero español de los últimos meses: el libro se titula Tocar los libros, y obviamente no está disponible digitalmente; cuando lo esté la paradoja entre forma y contenido resultará en una hermosa oda virtual al soporte que le dio origen. El segundo es la aparición de iBooks, el programita de libros de Apple para la tableta iPad que embobeció con su publicidad y en las pruebas de sus tiendas por un hecho que poco tenía que ver con el contenido de los libros: la posibilidad de pasar las páginas con el dedo, en un alarde de diseño virtual. Si bien la compañía de la manzana no ha aportado aún grandes novedades en cuanto a nuevas técnicas editoriales se refiere –pero deja un sistema con el que otros ya programan sus posibilidades–, sí pensó a la hora de diseñar su programa de lectura que, si se trataba de clonar en formato epub la lectura al modo tradicional –aunque incluyendo algunas mejoras de búsqueda– habría que clonar no sólo la tipografía y la disposición en caja, sino también el acto aprendido y usado de casi veinte siglos –con el nacimiento del códice– de pasar una hoja. Quizás el inconsciente colectivo supo apreciar y agradecer este reencuentro con lo familiar, que se convierte en novedad -innecesaria, en principio– en un medio que pretende tecnológicamente desafiar lo tradicional. Pero con ello el iPad, conservador en este y otros aspectos– nos resulta entonces más cercano porque puede tocarse, y ese tocar permite pasar las páginas de un libro. Parece una broma, dirán algunos, para eso ya tenemos los libros. Pero no lo es. Lo digital se disfraza de analógico para desafiar nuestra desconfianza y recuperar algunas de nuestras costumbres afectivas y corporales de lectura. Leer en digital, analógicamente. Un paso atrás quizás para llevar al gran público, progresivamente, a otras innovaciones.
     La paradoja y el cruce de actitudes puede fundirse –sin confundirse– aún más. Si atendemos a los significados de digital, que converge con dígito, es decir, no sólo como número sino también como dedo –¿por eso de que contamos con los dedos?–, nos hallamos que tocar debería ser la actividad principal de nuestra lectura digital, como el mundo de aparatos tecnológicos nos invita a hacer sobre las nuevas pantallas, esas nuevas geografías dactilares. Por esta regla de tres, el libro también ha sido sumamente digital, puesto que tocar los libros se convierte en uno de los emblemas de esa nostalgia por el libro como objeto material de lectura. ¿Dónde queda lo analógico, entonces? Si me permiten convertir lo analógico en analogía, ésta se encuentra en ese puente que intentamos crear entre un soporte y otro, entre el libro y la pantalla, entre sus geografías espaciales y los recorridos que hacemos sobre ambos. Para desgracia de apocalípticos y de integrados, hay un espacio de contacto en el que ambos soportes dialogan, incluso en la forma aparatosamente mixta y extrañamente monstruosa de libroides, y en ese espacio intermedio la rigidez del libro como formato pide desvanecerse ante la blandura de sus cuadernillos impresos antes de encuadernarse, o la ensalzada flexibilidad del texto en e-book se pone fácilmente a prueba si dejamos caer o golpeamos un iPad. Esta ironía malintencionada y malversada sólo pretende mostrar que no todo es un absoluto para cada uno de los soportes, y la flexibilidad otorgada al texto electrónico en su capacidad de cambiar y reunirse con otros textos asociados, que la tiene, no deja de tener su origen en la rueda de los libros renacentista, en los manuales de lugares comunes barrocos o el ejercicio de un arte de la memoria que se reflejó durante siglos en la composición de mucha literatura a la que se buscaba la capacidad de accederse aleatoriamente, es decir, digitalmente, y cuyas técnicas, curiosamente, se basaban en la construcción de analogías. El estudio y reflexión sobre estos hechos debería abrir vías de transición y aprovechamiento de los nuevos soportes, así como consignar tareas específicas a los tradicionales.
    Tocar los e-books. Verlos. Olerlos (y alguien inventó primariamente ya una banda olorosa para incluir a nuestro libro electrónico). En el fondo, leerlos; es decir, soñarlos. Pero sólo logramos la inmersión mental en la historia gracias a los gestos precisos que la hallan. Ese es el reto para el nuevo soporte: la creación de una serie de hábitos útiles y significativos, funcionales, que nos permitan luego sentir nostalgia de nuestra tableta digital gracias al uso y la satisfacción que nos ha producido la experiencia de una lectura (distintamente flexible, digital, virtual).
    Pasar una página parece lo más prosaico de una lectura, ante el texto mismo de Tolstoi, por ejemplo: pero es tan significativo y necesario como para saber que sin ese acto no podemos recorrer dicha historia sobre un libro. Un gesto así se nos revela ahora como un gran reclamo de la lectura tradicional pero también, sin duda, como exigencia para un futuro posible de lecturas posibles que se bifurcan.



Y dejo un video para ir algo más allá: no sólo nos espera tocar los libros y actuar sobre ellos con el tacto, sino también con la mirada. Recientes tecnologías prometen poder activar algunas palabras (sus asociaciones mediante enlaces) con un sólo parpadeo, con un leve gesto de atención de nuestro iris. ¿Cabe mayor sensualidad para una lectura? ¿Quién no quisiera activar la descripción de Emma Bovary con un pestañeo de ojos, y seguir luego, al modo tradicional, acariciando en la lectura el texto de Flaubert?

Entrada publicada por Álvaro Llosa en El Hilo Digital

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2 comentarios:

  1. Me temo que las generaciones más jóvenes tienen más que superada esta nostalgia colectiva del libro físico. Y los mayores, sobre todo aquellos que nos dedicamos profesionalmente a la cosa, por ahí le andamos.
    Como no soy dudoso de no amar el "objeto libro", he de decir que ya no conservo ni asomo de idolatría por él y que en mis viajes prefiero llevarlo todo en un ordenador portátil de pequeño tamaño y un e-book. El caso es leer, lo demás es anecdótico. ¿Que se lee de otra manera en las herramientas virtuales? Por supuesto: con más posibilidades. Incluso mis queridos libros de arte y catálogos de pintura y fotografía palidecen ante los recursos del soporte electrónico.
    ¿Cuánto tiempo hace que no consulto una palabra o un concepto en un diccionario o una enciclopedia de papel?

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